
Todos vimos al Pikachu siendo arrestado en las calles de Estambul. Un disfraz amarillo brillante, unos cuantos policías y una multitud de jóvenes gritando por justicia. Pero más allá del absurdo visual, la escena es una postal elocuente del momento político que atraviesa Turquía. La detención del líder opositor Ekrem İmamoğlu desató una nueva ola de movilizaciones —sobre todo entre estudiantes— que ha puesto en evidencia no solo el descontento social, sino también las tensiones profundas que vive el país entre su proyección internacional y su conflictiva política interna.
Para entender mejor este cruce de caminos entre geopolítica, economía y sociedad, entrevistamos a Gabriel Sánchez, internacionalista y candidato a doctor en Relaciones Internacionales en la Universidad de Ankara, quien ofreció claves para interpretar este momento tan complejo.
Se trata de una señal de pragmatismo estratégico. A pesar de tensiones como la compra del sistema de defensa ruso S-400 o las divergencias en Siria, Washington reconoce que no puede permitirse una ruptura duradera con Turquía si quiere mantener cohesión en la OTAN y contener a rivales como Rusia e Irán. Esta reconsideración militar es una forma de aceptar que Turquía sigue siendo clave para el equilibrio en Medio Oriente.
Definitivamente. La aprobación de la venta de F-16 puede leerse como una validación del peso geopolítico de Turquía. En el contexto actual —Ucrania, Palestina, tensiones regionales— Ankara se ha consolidado como una bisagra entre Occidente y Oriente. Además, jugó un rol decisivo en la mediación entre Rusia y Ucrania. Esta movida también busca reforzar la interoperabilidad dentro de la OTAN.
Turquía aplica una Realpolitik de manual. Mantiene su vínculo con la OTAN, pero fortalece su autonomía mediante el desarrollo de una industria militar robusta y la diversificación de alianzas. Se posiciona como un actor que puede mediar en conflictos sensibles, como el de Ucrania o el palestino-israelí. Es un equilibrio difícil, pero lo ha logrado gracias a una visión estratégica clara.
Más allá de la rivalidad con Erdoğan, hay acusaciones formales por parte de la fiscalía que lo vinculan con el PKK, una organización considerada terrorista tanto por Turquía como por la Unión Europea. También enfrenta cargos por corrupción y por presuntas irregularidades en su título universitario, requisito clave para postularse a la presidencia. Aunque se desestimó el cargo de terrorismo, los otros siguen vigentes. Esto ha generado un intenso debate jurídico e institucional.
La confianza institucional en Turquía es muy variable. Mientras algunos sectores creen que están completamente cooptadas, otros todavía confían en su funcionamiento. Eventos como la detención de İmamoğlu profundizan esa brecha. Las protestas recientes, lideradas sobre todo por estudiantes, exigen más transparencia y una justicia menos politizada. Este fenómeno no es exclusivo de Turquía; lo vemos también en otras democracias tensionadas.
No hay evidencia concreta de injerencia externa. Pero en países estratégicos como Turquía, actores internacionales siempre están atentos. Históricamente, se ha acusado a Rusia de intervenir en coyunturas claves. Aun así, atribuir el malestar a factores externos es desviar la atención de lo esencial: el deterioro económico es el principal motor del descontento.
La economía ha sido clave. La inflación es altísima, la lira está devaluada y muchos jóvenes ya no ven futuro. Comprar una casa, un auto o viajar al extranjero es casi imposible. Muchos sienten que no han conocido otro gobierno que el de Erdoğan, y eso genera fatiga. Por otro lado, quienes han mantenido estabilidad económica están menos inclinados a manifestarse. La economía es protagonista central del malestar.
Mientras tanto, las protestas continúan. La figura de İmamoğlu ha canalizado parte de la esperanza de cambio, sobre todo entre los jóvenes. En las calles se habla de boicots a empresas vinculadas al gobierno y se respira una tensión contenida. Turquía, una potencia regional con ambiciones globales, vive un momento decisivo: entre la estabilidad externa que busca proyectar y la fractura interna que amenaza con desbordarse.