
Hijo de inmigrantes piamonteses, Jorge Mario Bergoglio creció en el barrio porteño de Flores donde alternaba estudios técnicos con trabajo como laboratorista químico. Allí, según biógrafos como Austen Ivereigh y Sergio Rubin, desarrolló la combinación de disciplina y sensibilidad social que marcaría toda su vida religiosa. Ingresó al noviciado jesuita en 1958 y fue ordenado sacerdote en 1969, pasando por estancias formativas en Chile y en la Universidad del Salvador.
🔴 Desde la Capilla de Casa Santa Marta, el Cardenal Kevin Farrell, Prefecto del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida, anunció la muerte del #PapaFrancisco este lunes 21 de abril de 2025 a las 7:35 de la mañana. pic.twitter.com/I2pb9lyoIq
— Vatican News (@vaticannews_es) April 21, 2025
Su rápido ascenso—provincial de los jesuitas a los 36 años, obispo auxiliar de Buenos Aires en 1992 y arzobispo en 1998—lo puso en contacto directo con las villas miseria y los movimientos laborales. Como cardenal (2001) caminó sin escoltas por los suburbios porteños, prefirió el transporte público y cultivó un lenguaje llano que lo distanciaba de la pompa vaticana. Esa impronta fue decisiva cuando, el 13 de marzo de 2013, el cónclave buscaba un pastor «que viniera casi del fin del mundo» para reconciliar a la Iglesia con su base.
Una de sus primeras decisiones fue crear el entonces llamado «C‑9», el Consejo de Cardenales que lo asesoraría en la reestructuración de la Curia. El plan cristalizó en Praedicate Evangelium (2022), la constitución que fusionó dicasterios, impuso límites de mandatos y puso a la evangelización—no a la doctrina—como eje del organigrama. Sobre finanzas, trasladó la supervisión del IOR y de la APSA a la Secretaría de Economía, dirigida primero por el cardenal George Pell y luego por tecnócratas laicos.
Paralelamente, promulgó una reforma penal del Código de Derecho Canónico (2021) que endureció las sanciones contra el abuso y la corrupción, habilitó juicios a cardenales en tribunales ordinarios del Vaticano y profesionalizó la contratación pública con licitaciones transparentes. Investigaciones independientes —como la del bufete PricewaterhouseCoopers— certificaron una reducción del 75 % en contratos sin concurso entre 2015 y 2024.
Aunque nunca realizó una visita pastoral a la Argentina, su agenda social resonó en el debate público nacional. Recibió a delegaciones de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular, respaldó la Ley de Barrios Populares y alentó el Pacto de San Antonio, un documento multisectorial contra la pobreza que los gobernadores firmaron en 2023. Tales gestos alimentaron la percepción de un papado afín al peronismo.
Sin embargo, sus homilías también contenían duras referencias a la corrupción y al “endeudamiento irresponsable que esclaviza a los pueblos”, dardos que cayeron tanto sobre gobiernos kirchneristas como sobre la administración de Mauricio Macri. En 2024 intervino discretamente para facilitar el acuerdo por la deuda externa argentina con el Club de París, pidiendo condiciones humanitarias que protegieran gasto social.
Francisco denunció el “capitalismo de descarte” en la exhortación Evangelii Gaudium (2013) y desarrolló la crítica en la encíclica Laudato Si’ (2015), donde vinculó crisis climática y desigualdad. Propuso gravámenes a las transacciones financieras de alta frecuencia, la eliminación de paraísos fiscales y la condonación de deudas ecológicas con los países del Sur Global.
El clímax llegó con la encíclica Fratelli Tutti (2020), que inspiró el foro «Economy of Francesco» en Asís y el proyecto «Capitalismo Inclusivo», una alianza de 40 multinacionales, sindicatos y organizaciones de base que, según el Instituto ETHOS, movilizó 450 000 millones de dólares hacia inversiones de impacto entre 2021 y 2024. Francisco defendió incluso la idea de un ingreso básico universal durante la pandemia, citando la tradición de los Padres de la Iglesia sobre el destino común de los bienes.
El pontífice argentino recorrió 66 países en 47 viajes apostólicos. En Bangui (Rep. Centroafricana) abrió en 2015 la primera Puerta Santa del Jubileo fuera de Roma, gesto que precedió a los acuerdos de paz de 2019. Su visita a Irak en 2021—la primera de un papa a la ancestral tierra de Abraham—fortaleció el diálogo interreligioso con el gran ayatolá Al‑Sistani.
En Canadá (2022) pidió perdón a los pueblos indígenas por los internados gestionados por la Iglesia y en Mongolia (2024) alentó a la minúscula comunidad católica asiática como símbolo de una Iglesia «minoritaria pero presente». Cada desplazamiento incluyó encuentros con refugiados, reclusos o trabajadores, subrayando su máxima de ir a las “periferias existenciales”.
El pontificado se vio atravesado por la pandemia de Covid‑19, ante la cual presidió, el 27 de marzo de 2020, la histórica bendición Urbi et Orbi en una Plaza de San Pedro vacía bajo la lluvia. Aquella imagen—acaso el icono religioso de la crisis sanitaria—se acompañó de un fondo de emergencia vaticano que distribuyó 30 millones de euros en respiradores y suministros médicos.
A partir de 2022 invocó repetidamente la “lógica de la paz” frente a la invasión rusa de Ucrania, enviando al cardenal Matteo Zuppi como mediador y abriendo corredores humanitarios para la evacuación de niños. Internamente, debió gestionar tensiones con sectores que rechazaban el proceso sinodal y las aperturas hacia la Iglesia alemana, incluidas cartas y dubia de cinco cardenales conservadores en 2023.
El desencuentro comenzó en febrero de 2016, cuando el papa declaró en Ciudad Juárez que “levantar muros en lugar de puentes no es cristiano”, aludiendo implícitamente al proyecto de valla fronteriza de Trump. El entonces candidato replicó que era “vergonzoso” que un líder religioso cuestionara su fe. La tensión se rebajó parcialmente en la audiencia de mayo de 2017 en el Vaticano, donde el pontífice entregó al presidente una copia de Laudato Si’.
Las diferencias reaparecieron con fuerza durante la COP26 (2021) y tras la salida de EE. UU. del Acuerdo de París. Francisco, que había calificado el cambio climático como “la cuestión moral de nuestro tiempo”, lamentó la retirada y retomó la polémica en 2024 al criticar la política de deportaciones masivas del segundo mandato de Trump, evocando la protección bíblica del forastero.
Su testamento pastoral queda plasmado en el Sínodo sobre la Sinodalidad (2021‑2024), donde se debatieron la posibilidad de diaconado femenino, nuevas rutas de discernimiento para los divorciados vueltos a casar y la inclusión de la Amazonía en la gobernanza eclesial. Aunque sin cambios doctrinales inmediatos, el proceso obligó a cardenales y laicos a deliberar juntos, un precedente que compromete al próximo pontífice.
Francisco deja un Colegio Cardenalicio con 58 % de electores creados por él y un horizonte de urgencias: abusos, laicidad, inteligencia artificial y colapso climático. La cuestión ahora es si la barca de Pedro consolidará la «Iglesia en salida» o virará hacia un repliegue disciplinario. Sea cual sea la decisión del próximo cónclave, el eco de Bergoglio seguirá resonando en cada periferia donde se anuncie el Evangelio.
El pontificado de Francisco demostró que el poder religioso puede formular una agenda global sin perder de vista a las periferias. Su insistencia en la misericordia por encima del rigor disciplinario, la transparencia como antídoto contra la desconfianza y la justicia social como núcleo del mensaje evangélico dejó una vara alta tanto para la Iglesia como para los líderes seculares. Los documentos magisteriales, las reformas financieras y los gestos hacia migrantes e indígenas son hitos comprobados que configuran un legado tangible.
Sin embargo, la fuerza de sus propuestas se medirá en la capacidad del próximo pontífice y de las conferencias episcopales para darles continuidad. El cónclave heredará una Iglesia más plural, pero también fracturada entre visiones de futuro. La gran pregunta es si la "Iglesia en salida" podrá sostener el impulso reformista sin Francisco al timón o si prevalecerán las inercias internas. La respuesta dirá cuánto de la primavera bergogliana se convertirá en un cambio duradero.